¿Alguna vez has intentado ocultar tus emociones?
Quizá en alguna ocasión te hayas lanzado a soltar una mentira. Ahí estás, aguantando el tipo, y repasando mentalmente paso a paso todo lo que está pasando para que no te pillen. A veces mentimos como si de un reflejo se tratase, y otras es más deliberado. De una manera o de otra, hemos mentido, ¿y ahora qué? Nuestro interlocutor nos formula una pregunta y zas… toca estructurar la historia para que hile con la mentira. Excusas, planes inventados, informes que ya casi están, estuve aquí y no allí, hice o dejé de hacer. Da igual. Nuestro cerebro empieza a construir y nuestra fisiología a actuar.
La mayor dificultad es ocultar nuestras respuestas fisiológicas y nuestras microexpresiones faciales, puesto que como ya he comentado en otras ocasiones son involuntarias. Podemos optar por intentar controlarlas (intentando poner cara de póker), o mentir en cuanto a su origen (como cuando decimos eso de “sólo estoy cansado”), o plantar una sonrisa de oreja a oreja y rezar para que el otro no se fije que no es una sonrisa auténtica.
Otra historia es cuando queremos ocultar directamente la emoción, como por ejemplo esos nervios en la presentación que nos ha tocado exponer en nuestro trabajo. Nos estiramos, cogemos algo entre las manos, carraspeamos… Si nos preguntasen en ese momento sobre nuestros nervios, sacaríamos una sonrisa y contestaríamos lo más airosamente posible.
Tanto si intentamos falsear información (con las emociones que eso nos pueda producir), como si son directamente las emociones lo que estamos intentando ocultar, vamos a generar una serie de respuestas fisiológicas, que son tan rápidas y automáticas que no las podemos frenar (salvo que te hayas entrenado para ello, claro), pero… ¿eres capaz de observarlas en los demás?
¿Alguna vez has intentado observar al otro?
Aquí empieza el trabajo del observador. ¿Por qué ha hecho lo que ha hecho nuestro interlocutor? ¿Qué ha generado esas respuestas fisiológicas? Empiezan a abrirse las opciones. Deshacer el camino es más difícil que hacerlo, quizá por eso en la mayoría de los casos se lo dejamos a la intuición.
Las respuestas más frecuentes que solemos sentir cuando mentimos son: miedo de ser atrapado, culpa por mentir y placer por haber engañado a alguien. Cada una de estas respuestas dan un sinfín de gestos que podemos confundir, y dependiendo de lo crédulos o incrédulos que seamos pensaremos que nos dicen la verdad o no.
Si bien ocultar una emoción no es fácil, tampoco lo es fingir una emoción que no se está sintiendo, incluso cuando no hay otra emoción que deba ocultarse. Requiere algo más que decir "estoy triste". El mentiroso debe parecer y sonar como si estuviera triste. No es fácil ensamblar los movimientos correctos, los cambios pertinentes en la voz, etc, que se requieren para falsificar emociones. Hay ciertos movimientos de la cara, por ejemplo, que muy pocas personas pueden realizar voluntariamente (Jim Carrey es uno de ellos). A menudo los signos de esta lucha interna entre los que se piensa y siente, y lo que se intenta fingir traicionan al mentiroso.
Por todo esto, no es lo que hacemos o decimos, sino cómo y cuándo lo hacemos.
Escrito por Zara Beltrán (formadora oficial de Paul Ekman International en Darte Human and Business School)
Ilustraciones: Juan Ignacio Beltrán
Comments