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Desde muy pequeña he tenido mucha curiosidad por cómo se expresaban las personas. Me llamaba la atención su manera de mover las manos, a veces tapándose la cara, su forma de reír o de contener un gesto, incluso la expresión que ponían cuando escuchaban atentamente a su interlocutor. La ventaja de ser pequeño es que puedes observar sin que nadie te moleste; ventaja que se pierde cuando eres mayor.
¿Tú también te preguntas qué quiere decir ese gesto?
La cuestión está en que nos llama la atención lo que hace la otra persona cuando habla. Y todo apunta a que detrás de esos gestos hay información valiosa.
Si creemos que los gestos son algo más que gestos, las siguientes preguntas son: ¿qué significado tienen los gestos? ¿todo lo que hacen todas las personas es igual para todos? Estas son las dos preguntas que me hacen mis alumnos al principio de la clase (luego vienen otras muchas, pero eso es otro tema). Puedo decir que son las respuestas más buscadas, y no solo por mis alumnos.
Una mala noticia
Aquí tengo la mala noticia: La respuesta no está en el significado de los gestos.
La respuesta correcta está en las posibilidades -en la cantidad de hipótesis que surgen cuando observas un gesto-, la respuesta está en las variables, en el momento y lugar, y en los pensamientos y las creencias que nos inundan cuando captamos un gesto.
En base a esas variables tomamos decisiones. Lo curioso es que ya lo hacemos previamente, pero a un nivel inconsciente. Gran parte de nuestras decisiones están basadas en nuestros aprendizajes. Detrás de cada vivencia y aprendizaje se queda un poso de información con el que contaremos en siguientes experiencias. Y esto es más fácil para nuestro cerebro si lo hace desde el inconsciente. Esto incluye la valoración que hacemos de los demás y de su comunicación. ¿Nos gusta su tono de voz o nos transmite desconfianza? ¿Qué pasa cuando medio sonríe? ¿Por qué te molesta que hable tan despacio? ¿o todo lo contrario?
Nuestro cerebro nos va a decir si nos gusta o no lo que hace o dice la persona que tenemos enfrente, pero ¿qué datos ha usado? Nuestros aprendizajes anteriores, y todo apunta que también un poco de información que traemos al nacer. Podríamos decir que traemos un pequeño archivo con información a la que añadimos, quitamos y modificamos datos.
Bien. Pues demos a nuestro cerebro los datos correctos, y mejor aún, enseñémosle a ir más allá. ¿Cómo? Evitando dar significado plural a todos los gestos, y preguntándonos qué más podemos pensar de ese gesto.
El otro día observando una charla pude observar cómo el presentador hacía una pregunta al público. Después de un rato seleccionó a uno de los participantes para preguntarle un dato. La pregunta parecía sencilla, sin embargo, no hubo respuesta. Así que el presentador insistió. Y siguió insistiendo. Aquello no iba bien. Y al final, la conversación se desvió a un punto si interés y sin relación con el tema principal. Si el presentador hubiese tenido en cuenta las microexpresiones de su participante, hubiese visto lo que nosotros llamamos tristeza. ¿Y qué ocasionaba esa tristeza? Ni idea. Quizá el hecho de tener que participar en público. No lo sé. Quizá no saber la respuesta que parecía fácil. Tampoco lo sé. Quizá no quería dar a conocer su parecer. Aquí es donde no hay que concluir tan rápido. Si pensaste que lo obvio eran los problemas para hablar en público, te diré que es sólo una posibilidad de las muchas que hay.
Y es que nuestro trabajo no termina con la detección de un gesto, sino que empieza precisamente ahí. No es lo que hacemos o decimos, sino cómo, cuándo, cuántas veces… lo hacemos.
No olvides hipotetizar. Te cuento cómo en el próximo post.
Escrito por Zara Beltrán (formadora oficial de Paul Ekman International en Darte Human and Business School)
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